A comienzos del siglo XX, la ciencia seguía fuertemente subyugada a creencias indeterminadas antiguas, a un pensamiento social, en definitiva, atravesado por el temor como principio religioso. La religión seguía siendo la disciplina más popularizada, así que los enigmas de la existencia se estudiaban cada vez desde más ángulos, pero a menudo todos ellos partían de uno mismo.
Era 1901 cuando a un médico de la ciudad estadounidense de Haverhill, en Massachusetts, se le ocurrió medir el peso del alma, ese ente humano considerado desde siglos atrás. El alma como un estado, como un destino o mecanismo del cuerpo tangible. Duncan MacDougall quería sostenerla.
Aquella idea, estaba convencido, demostraría intrínsecamente su existencia. Según él, en el momento en el que una persona fallecía, su cuerpo perdería el peso de su alma, entonces libre para transcurrir otros espacios.
Observando la muerte
Así, identificó a seis pacientes, todos personas mayores que vivían en residencias. Cuatro de ellas padecían tuberculosis, una enfermedad que para ese momento en Estados Unidos aún significaba terminar en el hospital a la espera de tu propia muerte, ya que no existía tratamiento alguno.
Otro de los pacientes padecía diabetes y del último se desconocen las causas. Lo que parecía evidente en todos ellos era que estaban a punto de morir. MacDougall eligió específicamente a personas que sufrían de condiciones que causaban agotamiento físico, puesto que necesitaba que permanecieran quietos cuando morían para poder medirles con precisión.
Durante aquellos últimos días de hospitalización, este médico de la época fue siguiendo su propio chequeo: primero registró el peso vivo de cada persona y, cuando parecía que alguna ya solo le quedaban horas o, incluso, minutos, colocaba su cama sobre una báscula de tamaño industrial que tenía una sensibilidad de dos décimas de onza (5,6 gramos).
21 gramos
Con la perspectiva de los años, el empeño que aquel hombre ponía en el asunto parece un auténtico disparate, pero MacDougall no solo llego a pesar aquellos cuerpos yacientes, sino que incluso sacó conclusiones. Una cifra exacta: 21. Esos eran, aseguró, los gramos que pesaba el alma. Una cantidad equivalente a tres cuartos de onza.
MacDougall iba a publicar aquellos resultados en forma de estudio en la revista científica ‘American Medicine’, pero antes de que pudiera hacerlo, The New York Times presentó la historia en un artículo titulado «El alma tiene peso, según piensa un médico». Aquel texto incidía en lo que parecía toda una hazaña, pero en él no había ni rastro del informe original, que no se publicó hasta 1907.